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Portada de "Miguel Gutiérrez (1940-2016). Libro de homenaje".

Miguel Gutiérrez (1940-2016). Libro de homenaje. Lima: Congará, 2020.

Texto del discurso leído en la presentación del libro que editó Aníbal Meza Borja

Publicado: 2020-12-04


Queridos todos:

Pocas personas tienen amigos tan fieles como el maestro Miguel Gutiérrez. Hoy Aníbal Meza, que tuvo la felicidad de honrar esa amistad en la vida de don Miguel la confirma y en un instante elocuente por esclarecedor: cuando el amigo ha partido, cuando la amistad es toda memoria. Y don Aníbal celebra la amistad regalándonos el raro acontecimiento de un libro de homenaje verdadero. Raro, no porque no los haya. Raro, porque, como es sabido, en nuestra vida cultural el tributo público al intelectual y al artista depende del gasto, de la voluntad y de la virtud sospechosa de una institución pública o privada que acoja su memoria. Don Aníbal entiende que el mejor tributo para el camarada ausente es, por contrario, la conjura de quienes de verdad sienten y entienden de su enorme valor, de los que, como don Aníbal, quieren proclamar que quien nos dejó no ha desaparecido, que, en el caso de don Miguel, como en el de algunos otros pocos individuos notables, la muerte cede paso a la apoteosis del arte, y existe la felicidad de proclamarlo, incluso si fuéramos pocos, en medio de los desentendidos, los necios y los sibilinos.

Afortunadamente, ese no es caso. Aquí están los amigos.

No quiero, sin embargo, afirmar que fui cercano a don Miguel para dotar de razón o autoridad lo que diga en esta ocasión, en que sus amigos valientes me honran dándome alguna voz. Más bien les confieso: don Miguel quiso compartir conmigo (me regaló) varias horas de charlas de café , me leyó (me honró) algunos cuentos que luego tuvieron fortuna. También me concedió (para mi rubor) un sitio en la presentación de alguno de sus libros , y lo aplaudí en los auditorios que lo celebraron en vida con justicias y con paulatina certeza (que con seguridad serán más). Y, como entonces, confirmo ahora, que solo fui un admirador, uno asombrado de su arte.

Justo por ello, el libro de don Aníbal, tiene, apenas abierto, el sabor de una experiencia identificable, pero no vivida, intuida aunque desconocida en sus extremos. Su primera parte es una suma de testimonios sobre don Miguel que se nos imponen con la evidencia de lo verdadero: hay una intimidad delicada, un halo de jardín oculto en las confidencias de Mendis Inocente, su viuda, y Dimitri Gutiérrez, su hijo, que no encuentro en ningún otro escrito sobre don Miguel (ni siquiera en la voz misma de Gutiérrez cuando nos novela su vida bajo la hipótesis de que es la de Martín Villar en La violencia del tiempo). Leyéndolos reviso mi pasado y me descubro en la víspera de alguna revelación de don Miguel que no supe entender, cuyo contenido se descifra bajo el lente los afectos de sus testigos. En la conmoción de los textos de Dimitri y Mendis, y los de Socorro, la hermana de Gutiérrez, y la de los escritores Roger Santibáñez, Julio Durán y Diego Trelles, he reconocido la intimidad de las emociones más vivas bajo los gestos cotidianos del novelista que admiré. He entendido, a la luz de la memoria, que detrás de su sonrisa ligera que enfatizaba el final una frase, estuvo el brillo de una confianza que no regalaba con facilidad, pero que la tenía para quien la encontrara en él, con audacia y destreza, con entereza y deslumbramiento humanísimo de amor, como lo supieron hacer Mendis y Dimitri, y además, ahora, lo dejan en sus escritos. También Julio Durán, quien brinda sentidas reflexiones sobre la ocasión en que donó sangre para don Miguel y, ambos, ligados por el compás de la transfusión, se instruyeron en lo que se sabían: Gutiérrez habló de literatura y escuchó admirado como un niño sobre la música subterránea. Y también Roger Santibáñez, poeta y paisano, que reúne el anecdotario de sus encuentros con Gutiérrez desde la remota infancia para plantear un emotiva biografía sucinta. Por ello, aunque no fui un íntimo de don Miguel, el libro de Aníbal Meza me permite una inesperada intimidad retrospectiva que comparten los que lo amaron y lo devuelven al presente vivo.

De modo semejante, la segunda parte del libro no es menos resultado del fervor de quienes son sus amigos, y que también, como él lo fue, son entusiastas razonadores sobre literatura. Porque todos sabemos que Gutiérrez fue profesor, que trabajó de profesor, y fue profesor de profesores en la Universidad Enrique Guzmán y Valle “La Cantuta”. Como académico, cultivó el rigor del pensamiento, la disciplina del estudio, la elegancia del ensayo. Como maestro universitario, Gutiérrez se aplicó a desentrañar las técnicas de las novelas clásicas; es decir, el rasgo de la escritura de ficción más asible por el análisis y el estudio objetivo, y también especuló sobre las experiencia estética como irreductible, disertó sobre la opacidad o el  misterio de una novela o de un poema que persiste tras todos los análisis. Un homenaje que le hiciera justicia exigía reunir a intelectuales y profesores que prosiguieran su hermosa práctica en el libro de Aníbal Meza: meticulosos desmontajes de formas novelísticas y sesudas especulaciones de rango estético con implicancias en el orden de las ideas. Simultáneamente, también son ensayos de escritores. Sus títulos denuncian la profesión paralela de sus autores. Así, González Vigil unifica aquí todas sus reseñas sobre la obra de Gutiérrez bajo el nombre de “Apologético en favor de Miguel Gutiérrez”, y con ello evoca el señalado escrito de Juan Espinosa Medrano “El lunarejo”, poeta virreinal e indio, que reclamó con brío la imbatible estima del, en ese tiempo, maltratado Góngora, que luego fue el olvidado Góngora, cuya obra tuvo que dormir sueños de piedra, durante trescientos años, hasta que García Lorca y la generación española del 27 anunciaron su apoteosis y su regreso como deidad de la lengua poética más moderna del siglo XX de España. El artículo de Gonzáles Vigil es también un reclamo de vindicta y augura la futura primacía, en el ámbito mundial de las letras, de la obra de Gutiérrez.

Además, el escritor Juan Manuel Chávez  plantea que la obra ensayística de don Miguel compone una poética de su novelística y una autobiografía literaria de autor. Julián Pérez añade que el dictum “Ahí donde el historiador olvida, el novelista recuerda” opera como principio creativo de esa poética cuando conjura el relato de los oprimidos, de las voces de los vencidos, las que omite permanentemente la narrativa oficial del opresor. Antonio Rengifo converge sobre la propuesta de Pérez cuando replantea el dilema moral que entraña novelar para un escritor que pretende por igual el imperio de la justicia en la ficción y en la historia: ¿la literatura revisa críticamente el pasado para superarlo o lo condena para figurar la aparición del rostro de un hombre nuevo en un mundo nuevo? ¿Recordar para dar espacio a la voz de los humildes o imaginar con soberanía y sin límites de cualquier yugo el acontecimiento mediante el cual llega por fin la liberación y la alegría? Porque bien visto todo pasado es una historia de opresión que debe reconocerse como abyecta, pero ¿hasta qué punto es la razón de la propia identidad?

Son reflexiones que, entiendo, dialogan con la filosofía de la historia tácita que organiza la obra de don Miguel, y plantean territorios para repensar, desde la universidad contemporánea, la aproximación crítica a su obra. Entiendo que alguna vez don Miguel propuso la primacía de la realidad inmediata como el insumo de la imaginación literaria: la vida local, en su caso de Piura; en el caso de cualquier, su barrio, su aldea, su ciudad. Pero despertar en una identidad dada no debiera impedir reconocer que cualquier raza o casta se definía primero desde la explotación de los oprimidos por los opresores,  los que los acorralaban en la humillación, los señalaban como abyectos para cualquier afecto, para el mero contacto visual, les desfiguraban la psique y los estigmatizaban como monigotes insensatos y salvajes. Entonces, ¿existía de veras un pasado esencial, uno local, o era, más bien, la manifestación singular de una humillación general, que ocurría por todas partes y que era la materia de un único relato que, a falta de mejor nombre, se denominaba historia universal? Y, si coexistían ambas posibilidades, ¿bajo qué lógicas era factible que pudieran convivir, cómo se entrelazaban, bajo qué economías? En términos de una discusión universitaria contemporánea, que debiera adentrarse con urgencia en las reflexiones sobre el trabajo de Gutiérrez, ¿escribió una novelística que se definía mejor en el lenguaje de la memoria, la identidad y el legado de la izquierda liberal o, por contrario, en la senda de los retornos al universalismo que anunciaban el ahora vigente neomaterialismo?

Entiendo que estas disputas por la primacía significante entre el relato identitario y el universalista, o acaso un híbrido de compleja elucidación, ya figuran implícitamente en los artículos de Roque Carrión y Francisca de Gama en el homenaje de Aníbal Meza. En sus respectivas posturas sobre las novelas La violencia del tiempo y Babel, el paraíso, Carrión y de Gama se aproximan al humanismo que Gutiérrez gustó de pregonar en sus últimos años a partir de suponer, respectivamente, una concepción de la historia identitaria y chola y otra universalista y transgresora de los límites culturales que plantean incluso las lenguas. El modo en que la investigación universitaria contemporánea está imbricada con planteamientos de las políticas identitarias y el materialismo comunista renacido permiten adivinar una abundante investigación futura sobre el especifico tenor de la concepción de la historia de don Miguel, ubicua en su obra novelística.

Por supuesto, la metodología de crítica literaria clásica tiene espacio en el homenaje de Aníbal Meza. En esta línea, la revisión amorosa de las técnicas narrativas, minuciosa, sutil y cabalmente articulada de las novelas Hombres de caminos, por Sigfredo Burneo, y El mundo sin Xóchitl, por Luis Morón, resultan indispensables para subsanar las carencias habituales del estudio literario profesional sobre el detalle de estructuras específicas del relato de Gutiérrez. A ello se agrega el testimonio de primera mano de don Aníbal sobre las vicisitudes que sufrió el proceso de edición del mecanoscrito original de La violencia del tiempo, ese que, alguna vez en la los 80, Gutiérrez le confió en custodia porque preveía que moriría, o que lo desaparecerían en el conflicto armado interno de esos años. Custodio del grial de su mejor amigo,  Aníbal Meza le ha dedicado un estudio de sus distintas versiones, desde la primera edición de 1991 hasta la cuarta de 2019; es un testimonio que figura como prólogo del libro en homenaje a don Miguel y, desde ya, es ineludible para establecer el texto definitivo de esa soberbia novela para cualquier futura edición.

Este libro de homenaje, Miguel Gutiérrez (1940 – 2016) es, para los amigos fieles del novelista y para sus lectores (esos amigos vicarios que seduce la lectura), la primera exploración sensible e intelectual, de las muchas que vendrán, en la profundidad de un escritura singular, en su impecable posteridad artística. También estamos únicamente al inicio de un porvenir que recién se entrevé en esbozos. Se me ocurre que las novelas de Gutiérrez son complejos dispositivos para extrapolar una futura historia de la vida intelectual popular piurana y limeña, investigación sobre la escena cultural local en la que está todo por hacerse. Entiendo que el formato de novela que don Miguel escogió, la novela proliferante o infinita, provoca numerosas objeciones sobre su capacidad para circular. En un siglo XXI, dominado por la fragmentación y la velocidad de la información, por ficciones que no traspasan las 200 páginas, un tomo de mil páginas pareciera un anacronismo. Pero también incita a repensar los formatos artísticos en tiempos en que sus soportes tradicionales (en este caso, el impreso, y específicamente, la novela en volúmenes) encuentran sus propios mecanismos para adaptarse al presente: para librarse, para superar, para ignorar o incorporar la interpelación  que les plantea la fragmentación,  la velocidad. Me parece que en esa exploración el paralelismo que plantea Ricardo González Vigil entre La violencia del tiempo y Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño es incitante y provocador. Desde esta perspectiva, ¿qué son, pues, la fragmentación, la discontinuidad, la elipsis en las novelas oceánicas de Gutiérrez y Bolaño? Aquí hay un campo fértil para investigar las relaciones entre poéticas, formato y el progreso de la cultura material.

Y hay más. Estamos solo en los primeros instantes de la posteridad de don Miguel, como he señalado. En este presente , a algunos les ha correspondido ser sus leales amigos, ser sus testigos o sus afectos. A don Aníbal, en particular, le ha correspondido también editar el primer libro de homenajes. A otros nos ha tocado ser sus admiradores, y a lo mejor sus exégetas. Pero, repito, esto solo es el inicio, un inicio. Nadie puede imaginar  las dimensiones de la posteridad de un artista. Frente a los confines del pensamiento y la imaginación, ampliados por el  trabajo los mejores escritores, mis previsiones y mi imaginación resultan insuficientes, como la de otros muchos, sin duda brillantes, que ahora mismo leen, comentan o se inspiran en las obras de Gutiérrez, o las leerán, comentaran o se inspiraran en ellas. Porque la posteridad de la que hablo no se corresponde con la duración de ninguna vida humana, ni con sus limitadas potencias, sino con la vida de las culturas y acaso con la continuidad de nuestra especie.

Muchas gracias.

El escritor Miguel Gutiérrez y el autor del texto.


Escrito por

Alexis Iparraguirre

Escritor y crítico literario


Publicado en

La vida en Marte

Opinión y crítica literaria