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El jardín de los gatos desaparecidos. Bilge Karasu

Publicado: 2011-07-24

Con la publicación de El jardín de los gatos desaparecidos del escritor Bilge Karasu (1930-1995), la editorial Estruendomudo y la Embajada de Turquía añaden a nuestra lengua una nueva obra de arte y, con ella, una nueva versión sobre el mundo. Este último queda constituido por ciertos motivos cuya multiplicación es, por igual, deliberada y hermosa: un caminante,  algunos animales malentendidos, el doble que es el espejo en que  caminantes y  animales corroboran su identidad, la línea recta que gobierna la caminata y une mar y cielo, planicie y montaña, hombre y animal, amante y amado. Tales son los recursos de los que Karasu se sirve para hacer brotar un universo de ficción coherente, elegante y autónomo. Si solo basta con una línea recta para crear un laberinto, como enseñó Zenón a los eleatas (lo recordamos frecuentemente a través de Borges), Karasu añade a su laberinto muchas playas, puercoespines, un pez enquistado en el brazo de un pescador, una flor que se llama la salamandra roja, un acróbata que percibe la muerte como un lunar en forma de aceituna, un pueblo cuyos buses esquivan a un  turista, un príncipe músico que debe ser azotado para defecar. Esta son parte de las anécdotas, a todas luces lógicas e irremediables, en algunos de los trece cuentos del libro, cuyo marco es otra historia aún más metódica y desconcertante: se efectúa un juego semejante al ajedrez en un jardín diseñado con casillas y tribunas en una remota alcaldía de provincia, en el que las piezas son hombres vivos vestidos a la usanza medieval; un turista, que también es un escritor, refiere los hechos y cómo los imperativos del viaje y la inquietante presencia de un hombre enigmático lo conducen a representar a un peón de uno de los equipos del juego.

El jardín de los gatos desaparecidos no puede sino acusar su novedad moderna en cada una de sus singulares fantasías. Karasu entiende, como Kafka que la vida doméstica es la principal entrada a las paradojas, a las reducciones al absurdo, a sus operaciones automáticas: a elaborar horarios y programar trayectos que terminan asemejando, en sus regularidades, a una segunda naturaleza, al infierno meticuloso del eterno retorno. También supone, como Borges, que la experiencia humana se resume en instantes, y la precisión y la geometría de situaciones no solo consolidan a la ficción como espejo sino que depura de la vida su tendencia a redundar. Con Italo Calvino, pero primero con el francés Baudelaire, presume que un libro no es una suma de ocurrencias memorables, sino una arquitectura que hace del símbolo una columna, de la alegoría una bóveda de crucería, que anuda sus símbolos en una composición de significados intrincada y necesaria justo por carecer de la aparatosidad de la improvisación.

No obstante, señalar la modernidad de Karasu en comparación con sus pares, con escritores de obras presididas por concepciones análogas, pareciera añadirlo al dédalo de las repeticiones que sus escritos evocan. Pero la analogía entre imaginaciones poderosas realza, justamente, la singularidad de sus diferencias. Así, Calvino, Borges y Karasu aprendieron de Las mil y una noches, el famoso libro árabe, a contar historias dentro de historias, a contar historias que reflejaban secretamente a otras, a contar historias que profetizaban a otras. Los tres adquirieron el poco frecuente placer de hacer proliferar los cuentos dentro de los cuentos como reflejos simétricos. Pero Calvino lo empleó para mostrar que el arte de contar historias era un mero intercambio de piezas, como en un juego: una historia cabía en lugar de la otra como un peón en lugar de otro; Borges lo hizo para explicar que la reiteración era la mejor prueba de la escasez de historias (le debemos la popularidad de la frase “la historia de la literatura es la historia de una cuantas metáforas”). Karasu, en El jardín de los gatos desaparecidos, se adhiere a tales creencias: existe un juego como el ajedrez, existen distintas versiones de caminatas y caminantes en los trece cuentos, existen gatos y animales semejantes a los gatos, que, a su vez son como los amantes, inescrutables, que saltan de una historia a otra por obra de un ademán de magia que no solo es desenfadado sino encantador: sentimental. Ahí radica un componente avasallador de la singularidad de Karasu. No juega ni especula para fundamentar la escasez de la imaginación o su pura constitución instrumental; su geometría es melancólica, sus juegos (o sus caminatas) conducen al silencio, a la soledad, al desamor, a una noción de tristeza simétrica, irresistible y contagiosa. Un ejemplo: un caminante sube una montaña mientras imagina al detalle un combate entre escarabajos, evocado por un refrán de su infancia; lo hace para vencer el tedio del camino, la niebla, el ascenso dificilísimo; constata en lo alto la presencia de otro hombre en otra cima, que parece un insecto, que debe saber que él también, mirado de frente, es un escarabajo que cree que llegar a una cima es ganar un combate, quizás a la muerte. El caminante solo atina a contraerse sobre sí.

Los juegos de dobles y espejos en Karasu reproducen así una convicción taciturna, fundamentada en la contemplación de las reiteraciones, que no transige con el escepticismo. Aunque el conocimiento de la ciencia es inútil, el de los sentimientos es inevitable y nos sacude (nos agita, como señala la metáfora antigua) hasta el agotamiento; somos contemplativos inútiles; a lo más, pesimistas, pero honestos y dignos. En esta contemplación por igual meditada y sentida, Karasu parece adherirse a la delicada e impotente mirada del aristócrata que protagoniza La muerte en Venecia de Thomas Mann. Un hombre que mira otro hombre al que ama no es una escena inusual en El jardín de los gatos desaparecidos No obstante, la decadencia en el protagonista de Mann es la de un artista alemán sin inspiración que ha ido a un balneario en busca de descanso y de la inspiración que le falta: es también la decadencia de la escritura europea, agotada por el vértigo de cien años de modernidad. Karasu, como lo atestigua el prólogo a la edición de Estruendomudo, no significa el declive de un modo de escribir sino su reciente llegada a las letras de Turquía: ser escritor moderno es una invención de Karasu para las letras de su país (no colectivo, sino individual; no rural, sino urbano; no localista, sino cosmopolita). De ahí que su tristeza geométrica, su camino de estremecimientos especulativos sea vigoroso, detallado, delicado pero no lánguido, profundamente triste pero vertiginosamente creativo; también de ahí su mirada a los animales y a los paisajes que, individualista y racional, expresa la búsqueda de emociones intensas, de la vida, como quien recientemente a abandonado la casa materna en busca de la novedad. Ese es el propósito de la vida y del conocimiento para Karasu. Los que lo olvidan “confunden sus debilidades con fortaleza”, dejan que el miedo permanezca al acecho del refugio que han levantado.

Con la publicación de El jardín de los gatos desaparecidos, Estruendomudo introduce un escritor fundamental de la literatura mundial en nuestra lengua y en nuestro mercado editorial. Bilge Karasu no solo compite en dotes con Borges, Calvino o Mann, sino que ha encontrado su grandeza en medio de tan selecta compañía.


Escrito por

Alexis Iparraguirre

Escritor y crítico literario


Publicado en

La vida en Marte

Opinión y crítica literaria